Esta creo que va a ser, definitivamente, la última entrada dedicada al asunto de la composición. Ha sido un largo camino hasta aquí, pero creo que, después de estos artículos, comprendéis qué importantes son estas técnicas para conseguir una fotografía realmente de calidad. Abundaré en esta idea al final del presente artículo.
En la entrega anterior nos habíamos quedado en un punto interesante de la narración. Aquellos de vosotros que estéis más versados en esto de la fotografía quizá habréis advertido que mi visión acerca de la composición es un tanto peculiar. Cuando me he puesto a hablar de la «posición correcta» en el encuadre he empezado por dónde «no se deberían poner las cosas» en lugar de por dónde «deberían ponerse». Espero que en las siguientes líneas comprenderéis el porqué de este orden. Para aquellos de vosotros a los que todo esto os pille de nuevas, no hagáis caso alguno a todo lo que acabo de decir.
La dichosa regla de los tercios
Como comentaba antes, en el capítulo precedente llegábamos a la conclusión de que ciertas zonas de la fotografía son más proclives a albergar los elementos interesantes de la misma (motivos y otros objetos secundarios pero cuyo interés nos interesa resaltar). El resultado de mi argumentación era un «mapa» de la composición en el que marcábamos las zonas «vedadas» de los centros y los bordes, dejando libres cuatro zonas:
Ahora viene lo interesante: Si trazamos una serie de líneas que atraviesen vertical y horizontalmente estas cuatro zonas, obtenemos como resultado lo que en fotografía es una de las reglas de composición básica: la denominada «regla de los tercios»:
Esta cuadrícula que divide en nueve partes el encuadre es una de las guías de composición más sencillas y asequibles para cualquier aficionado a la fotografía; comúnmente se entiende que las intersecciones de las líneas horizontales y verticales marcan cuatro puntos sobre los cuales deberían situarse los motivos. Separarse de estos puntos se considera, en este sentido, «desviarse de la ortodoxia» y suele decirse que los fotógrafos que no sitúan sus motivos sobre dichos puntos se están «saltando las reglas» en un alarde de originalidad. Lo mismo se aplica a la situación del horizonte, que se debería, según el precepto marcado por los tercios, situar sobre una de las dos líneas horizontales, la superior o la inferior, en función de la preponderancia que se le dé al cielo o al suelo respectivamente.
Muchos de vosotros ya veréis por dónde va mi pensamiento; en realidad, la regla de los tercios es el resultado de una serie de exclusiones; no creo que lo importante sean estas intersecciones marcadas, ni mucho menos. Más bien creo que lo que ha ocurrido es que se ha seleccionado esta guía como una simplificación de las reglas que exponía en el capítulo precedente. Dicho de otra manera: no es que «debáis» colocar vuestros motivos en estos puntos; más bien es que no debéis colocar los motivos en las áreas en las que no deben (en teoría) colocarse. Además, no es que los motivos deban situarse exactamente sobre estos puntos de intersección. La aplicación de las normas de composición da lugar a áreas más o menos amplias con las que se puede jugar, en función de factores tanto prácticos como estéticos.
Reformulo, por si acaso no ha quedado claro: no os obsesionéis con colocar vuestros motivos exactamente en los puntos de la dichosa regla de los tercios. Preocupaos de que los motivos «orbiten» en sus proximidades, sin que invadan ni el centro ni los extremos del encuadre, y todo irá bien. El resto son simplificaciones innecesarias, que más que ayudar al fotógrafo, lo limitan. De hecho, puedo ir mucho más allá, pero lo dejaré para el final. De momento, sigamos con las reglas compositivas.
La proporción áurea
Leonardo de Pisa (c. 1170 – c. 1240) era un joven apasionado de las matemáticas. Según cuenta la historia, hasta cierto punto difuminada en la neblina de la leyenda, Leonardo era hijo de un hombre apodado Bonacci (en italiano, algo así como «bonachón»; el hombre en realidad se llamaba Guglielmo), comerciante pisano en el norte de África. El contexto del norte de África, dominado por una pujante cultura islámica, heredera del mundo clásico, y la necesidad de llevar el negocio lo mejor posible impulsaron en Leonardo el conocimiento y estudio de las matemáticas árabes, en especial el uso de la numeración arábiga. Las ventajas de dicho sistema frente al vetusto y poco eficiente sistema de numeración romano convencieron a Leonardo de que Italia (y a la postre el resto de Europa, y el mundo entero) debía conocer la forma en que los árabes concebían los números y la manera de calcularlos. Así fue como el hijo de Bonacci (filius Bonacci en latín, es decir, «Fibonacci», sobrenombre con el que fue conocido) se convirtió en uno de los principales modernizadores de las matemáticas en el occidente europeo medieval.
Uno de los descubrimientos de Fibonacci tiene que ver (en teoría, luego me explico) con los conejos. Resulta que el italiano se planteó un problema: ¿cuál es el ritmo de crecimiento de estos animalillos? ¿Es posible predecir de alguna manera el número de conejos que puedo llegar a tener en mi granja? Este planteamiento le llevó a diseñar un sencillo experimento matemático: pongamos que tenemos una pareja de conejos, que al cabo de un mes, conforme a lo que manda la naturaleza, se reproducen, y tienen un conejito (esto suma tres conejos). Pongamos que, a partir de entonces, esos conejos siguen reproduciéndose a un ritmo constante, y con una camada también estable. Ignoremos, por conveniencia del experimento, efectos colaterales de este tipo de reproducción, como la endogamia; asumamos, por lo tanto, que los conejos seguirán reproduciéndose indefinidamente sin ningún tipo de problema. La primera pareja, sumando a su retoño, da como resultado dos cruces, y por lo tanto dos nuevos conejitos. Los cinco conejos resultantes, que se pueden combinar en tres parejas, dan como resultado tres nuevos devoradores de zanahorias, dando como resultado ocho conejos. Estos ocho conejos se cruzan entre sí, dando lugar a cinco nuevos, sumando trece… El resultado es una sucesión de conejos que va aumentando de forma continua y estable, partiendo de la pareja inicial:
1-1-2-3-5-8-13-21-34-55-89…
Aquí tenemos la archifamosa sucesión de Fibonacci. Esta sucesión tiene una serie de propiedades bastante interesantes; por ejemplo: si dividimos un número de la serie por su precedente, obtendremos un número que irá aproximándose a una cifra fija conforme vayamos usando números más y más grandes de la sucesión. El número es el siguiente:
φ=1,6180339887498948…
Este es el denominado número áureo, y se representa con la letra griega «phi»: φ. Espero que los amantes de las matemáticas no se enfaden conmigo si resumo demasiado esta historia. Siendo relevante para nuestra narración, no es objeto de este capítulo profundizar en demasía en las apasionantes propiedades del número áureo. Espero que esta somera mención sea suficiente para comprender lo que vendrá a continuación.
Al igual que la sucesión de Fibonacci, el número áureo cuenta con sus peculiaridades, y ambos hacen las delicias de los matemáticos. Por si fuera poco, más adelante se constató que ciertas estructuras naturales presentan patrones que parecen replicar dicha sucesión, como si de alguna manera cualquier patrón natural que tienda a aumentar de tamaño de manera regular siguiese esta regla. El ejemplo paradigmático de este fenómeno es la concha del molusco marino llamado nautilus, cuyas celdillas parecen aumentar de tamaño siguiendo esta progresión: cada una es aproximadamente 1,68 veces mayor que la anterior. Poco importa que, en realidad, esta supuesta «ley universal» sea en realidad falsa (la naturaleza no suele seguir patrones tan a rajatabla, es bastante más flexible y está sujeta a variaciones ambientales); occidente ha querido atribuirle un valor propio casi místico, considerando que la proporción basada en el número áureo es, por su propia naturaleza, armoniosa y bella. Es el nacimiento de la proporción áurea. De hecho, la historia de los conejos que mencionaba antes parece formar parte más de la leyenda que otra cosa, y actualmente se sospecha que en realidad el problema inicial que resolvió Leonardo mediante este cálculo estaba relacionado con la reproducción de abejas. Sea como fuera, parece que detrás tanto de los roedores lagomorfos como de los insectos hay una sucesión similar.
¿Cómo se aplica la proporción áurea en las artes plásticas? De varias maneras. En primer lugar, marca la forma de nuestros encuadres. Para construir un marco basado en la proporción áurea, basta juntar dos cuadrados iguales, uno encima de otro. El resultado será un rectángulo. Situemos a continuación un cuadrado cuyo lado sea igual a la suma de los lados de los dos cuadrados anteriores, y situémoslo al lado de estos. Tendremos Un nuevo rectángulo, sobre el que podemos volver a realizar la misma operación una y otra vez:
Ahora tenemos un rectángulo cuyos lados siguen la proporción áurea. Este rectángulo, por lo tanto, es armonioso y bello; ahora podéis, vosotros mismos, reflexionar acerca de si es verdaderamente armonioso o no este rectángulo, y porqué otros rectángulos con otras proporciones serán más o menos armoniosos. Si llegáis a la conclusión de que en realidad esta idea no es más que una convención estética, resultado de un estado de cosas relacionado con el conocimiento matemático de una cultura, habréis acertado: el rectángulo en sí no tiene nada que lo haga especialmente hermoso: somos nosotros, los occidentales, los que hemos aceptado que lo es. Es otro elemento simbólico que añadir a nuestra colección de elementos gramaticales del lenguaje visual.
De hecho, la idea de proporción áurea es bastante más antigua que el propio Fibonacci. Podríamos remontarnos a sabios como Euclides, quien definió la armonía de proporciones de la siguiente manera:
«Se dice que una recta ha sido cortada en extrema y media razón cuando la recta entera es al segmento mayor como el segmento mayor es al segmento menor».
Euclides, Los Elementos (Definición tercera del Libro Sexto).
Lo que viene a decir el matemático griego es que la armonía entre las partes de un conjunto debe ser regular y estar relacionada con el propio todo. Del mismo modo, pero de una manera más elaborada, la proporción áurea basada en la sucesión de Fibonacci expuesta más arriba sigue el mismo principio: las diferentes partes que constituyen el rectángulo tienen siempre las mismas proporciones, de forma que el rectángulo mayor tiene la misma proporción que cualquiera de los rectángulos menores.
Sea como fuere, la proporción áurea se entiende como una de las más recomendables a la hora de elegir cómo recortar nuestra fotografía. y como ocurría con la sucesión de Fibonacci y el número áureo, la sección áurea tiene sus propias peculiaridades; para empezar, comencemos a trazar curvas, aprovechando la distribución de cuadrados que constituye nuestro rectángulo áureo. Tracemos dichas curvas de forma que unan ángulos opuestos en el interior de los cuadrados, hasta que podamos construir una espiral:
El resultado es una espiral que tiende a cerrarse sobre un punto situado en el interior del rectángulo:
…y de esta forma obtenemos un punto de interés que sigue a rajatabla toda una serie de preceptos matemáticos que se remontan al siglo XII. ¿No es fascinante? La invención de esta espiral corresponde al pintor renacentista Alberto Durero (1471-1528), y en su honor lleva su apellido.
Además, en términos prácticos obtenemos más cosas: no sólo el punto de interés está en un sitio «matemáticamente hermoso», sino que las mismas líneas de la espiral nos pueden servir para situar otros objetos, curvas del terreno, líneas… es decir, podemos aplicar lo aprendido en el capítulo anterior sobre el andamiaje que nos proporciona el bueno de Fibonacci.
Pero la cosa no acaba aquí, podemos seguir jugando: imaginemos ahora que situamos cuatro réplicas de la espiral de fibonacci, de forma que se opongan las unas a las otras, de forma ordenada; es mejor verlos que leerlo:
La proporción de este nuevo rectángulo sigue siendo tan áurea como el rectángulo original, pues simplemente lo hemos «multiplicado por dos» tanto en anchura como en altura. Y ahora disponemos de cuatro puntos de interés:
Y lo que obtenemos es, ni más ni menos, la primera versión de la regla de los tercios: la sección áurea. En realidad la regla de los tercios es una simplificación de la sección áurea, que por su naturaleza matemática es mucho más rígida que los tercios: cualquier rectángulo puede dividirse en nueve secciones iguales, pero sólo los rectángulos basados en la proporción áurea pueden dar lugar a una sección áurea. Otra diferencia importante entre la sección áurea y la regla de los tercios es que los puntos de interés se encuentran más alejados entre sí en esta, y más cerca en aquella. Vuelvo a lo que comentaba al principio: en realidad, los motivos pueden situarse en cualquier zona que esté próxima a estos puntos, sean estos el resultado de aplicar la regla de los tercios o la susodicha sección áurea.
La simetría dinámica
Por si pensabais que la magia de la composición ya terminaba con la sección áurea, aquí va otra más. La simetría dinámica es otra regla compositiva, resultado asimismo de una serie de operaciones geométricas sobre el rectángulo de nuestro encuadre. Empecemos a trazar líneas… en este caso, una diagonal que una dos vértices opuestos:
Ahora viene lo divertido; tracemos otra línea que una uno de los vértices «sueltos» con la diagonal central, de forma que su intersección forme un ángulo recto:
Ya tenemos nuestro primer punto de interés:
Y como no nos cuesta nada, hagamos la misma operación con el otro vértice:
Y para rematar la faena, cojamos todo el conjunto de líneas, dupliquémoslo y situémoslo sobre el anterior, invertido:
Lo que tenemos delante es una forma alternativa de situar nuestros motivos, de nuevo con cuatro puntos de interés, pero situados de una forma diferente a los dos métodos anteriores. En este caso, la simetría dinámica «aleja» estos puntos de la zona central. Además, nos proporciona líneas diagonales con las que podemos jugar, de la misma forma que en los casos anteriores, a poner nuestros objetos secundarios, o las líneas de la imagen.
La creación de esta regla compositiva corresponde al pintor y escritor estadounidense Jay Hambidge (1867-1924), y en realidad lo expuesto más arriba es una simplificación bastante burda de un método de composición y proporción bastante más complejo. No obstante, las ideas de Hambidge, basadas a su vez en el estudio de obras de arte griegas, tiene mucho que ver con el número áureo y su proporción, teniendo un desarrollo más refinado incluso que el de la proporción áurea.
Conclusión: reglas que no son tales
Ahora va mi crítica a lo que se suele leer en manuales y sitios de internet a cuenta de las reglas de composición: en mi humilde opinión, todo lo que os he enseñado hoy no son reglas. Y no lo son por la sencilla razón de que «saltarse las reglas» no tiene por qué dar como resultado una mala fotografía. Es decir: las reglas solo serían reglas si funcionaran como tales, o sea, si el hecho de incumplirlas diera como resultado necesariamente una fotografía incorrecta. La experiencia nos dice que esto no es así. En primer lugar, los puntos de interés marcados en las diferentes reglas de composición no son más que orientaciones de áreas, no de puntos: como creo que he demostrado anteriormente, lo que en realidad importa es poner el objeto en un lugar que no sea ni demasiado centrado, ni demasiado arrimado al borde, eso es todo: en la sociedad actual hemos llegado a la conclusión de que centrar el motivo es aburrido (lo cual no era así en otras épocas, basta con observar unos cuantos retratos renacentistas, por ejemplo), y que «quitarle aire» no es, en principio, recomendable. En definitiva: no estéis demasiado pendientes de que vuestros motivos estén «clavados» sobre uno de los puntos, porque es un esfuerzo innecesario que en ocasiones incluso podría obligaros a recortar en exceso.
Por añadidura, tengamos también en cuenta que, en algunas circunstancias, situar el motivo en el centro o en un borde sí puede funcionar. Si está en el centro podemos estar reforzando ideas de orden, o de aislamiento del objeto respecto de su entorno. Puede generar interesantes sensaciones de artificiosidad, que pueden ser deseadas por el fotógrafo, en función de la historia que quiera contar. Del mismo modo, un objeto puede situarse en el borde, o incluso en parte fuera de los límites de la fotografía, provocando en el espectador una sensación de movimiento y dinamismo, o de cierta inquietud. Como veis, todo depende de la intención artística y, sobre todo, narrativa que le queramos imprimir a nuestra imagen. Y en este sentido, no nos estamos «saltando» ninguna regla. Lamento desilusionar a los fotógrafos que quieran ser revolucionarios o rebeldes: todo está ya inventado en esto de la composición, y lo que consideramos ahora «saltarse las reglas» es sencillamente la aplicación de otras reglas, o el uso creativo de las mismas.
Hasta aquí todo lo que quería contar sobre composición. Me he limitado a rascar la superficie de un asunto sobre el que se podría escribir una enciclopedia entera, pero espero que al menos sirva para ofreceros una introducción a este apasionante mundo. Me quedaré satisfecho si, a partir de ahora, encontráis placentero el ejercicio de «leer» imágenes conforme a las reglas de la gramática fotográfica que os he expuesto. En el capítulo siguiente me pasaré a otros asuntos, más técnicos y fríos que estos, pero no menos importantes. ¡Nos acercamos al momento del disparo, que se está haciendo de rogar!
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Muy interesante, cosas que ya sabía pero creo que tenía olvidadas o por lo menos no las tenía tan presentes a la hora de disparar. Me han entrado ganas de volver a ver cuadros clásicos para comprobar proporciones aureas. Gracias!!!
Por cierto creo que hay una errata en el primer párrafo del título «Concusión», pone «todo lo que os he enseñado no hoy no son reglas.», es evidente que le sobra un «no».
Muchas gracias por otro interesante y didáctico artículo.
Me encanta como vas mezclando la parte histórica junto con la parte teórica de la composición.
Sólo una cosilla, si no me fallan las cuentas creo que la serie de Fibonacci está mal.
Fascinante. Había leído sobre todo esto pero nunca con tanta información. Tengo que volver a leerme toda esta parte.
Como decía un muy buen profesor mio, las reglas hay que saltárselas por arriba, no por abajo. Es importante conocerlas y conocer el efecto que puede causar la posición de los elementos en la fotografía. Luego ya cada uno que haga lo que le pida el cuerpo 🙂
Y un pequeño inciso de bióloga, de cara a la post-producción de los artículos: Los conejos no son roedores, pertenecen al orden de los lagomorfos 😉